Por: Lilia Cisneros Luján
01 octubre 2018
En aquel 1968 se cumplirían, cinco años del asesinato de John F. Kennedy, cuando mi malestar físico me obligó a quedarme dormida en el taller de tapicería de mi padre en el paso Texas[1]. Al levantarme y salir a la farmacia de enfrente a pedir algo que calmara mi dolor, me enteré que acaban de asesinar al presidente en la ciudad de Dallas. No era mi presidente, yo reconocía a Adolfo López Mateos, cuya esposa contestó mi carta de alumna de la secundaria y me recibió en 1962 –primera vez que pisé los Pinos- pero me estremecí. En 1964, fui testigo de la reelección del rector Ignacio Chávez, así como la toma de protesta de Gustavo Díaz Ordaz. Mi participación en el movimiento de 1966, era obligada como alumna de la Facultad de Derecho. Lo festivo de las reuniones en las barricadas, la guitarra, las parodias de las canciones, fueron parte del idealismo juvenil, esa “enfermedad social” que se cura –no para todos- con el transcurso del tiempo.
La inconformidad, por la participación norteamericana en el conflicto más emblemático de la guerra fría, dio lugar a decenas de protestas juveniles que, en 1968, movilizaron a estudiantes de más de una treintena de universidades. Al igual que otros eventos de la historia, lo ocurrido en nuestro vecino del norte nos afectó: la muerte de Martin Luther King, la de Robert Kennedy, la intervención de fuerzas –CIA, FBI y otras- para dividir y desprestigiar a expresiones sociales como la encabezada por Malcom X, el ofrecimiento de Peace & love, aunado a la música, entre muchos otros, fueron el caldo de cultivo para que un enfrentamiento entre alumnos de la escuela Isaac Ochoterena, y estudiantes del politécnico se convirtiera en “el movimiento del 68”.
Lo ocurrido en Francia y en los Estados Unidos, tenía sus particularidades; en México no se habían desmembrado los grupos “instigados” en 1966 desde la Secretaria de la Presidencia[2]. Los colaboradores cercanos al presidente sabían de su emotividad y como era predecible; y aun cuando faltaban dos años para la sucesión, el temor de que el orden se rompiera en el marco de la olimpiada, propiciaron lo que lamentablemente concluyó con la terrible tarde –que no la noche- de la plaza de Tlatelolco.
No ha lugar a dudas acerca de la filiación de extrema derecha del presidente Díaz Ordaz, tampoco de los intereses que movían el “horror” del pueblo y los dirigentes estadounidenses en contra del comunismo, por supuesto que había grupos excluidos, no solo del poder sino de la lucha por el mismo, en nuestro sistema presidencialista; muchos deseábamos que la patria fuera más igualitaria, más equitativa, más justa.
Quienes creímos en la revolución histórica, imaginamos que era posible avanzar más allá de la gesta que logró derechos sociales plasmados en la constitución de 1917, y por ello abrazamos la carrera de derecho para avanzar en tales propósitos. El discurso de Lombardo Toledano[3], nos animó a seguir en la búsqueda de mejores condiciones para quienes vivían todavía marginados y seguros de que era el camino, asistimos a los mítines, las asambleas, la elecciones de representantes estudiantiles; pero en 1966, algunos nos dimos cuenta de que alguien financiaba los autobuses, las mantas y hasta las tortas y los refrescos ¿Quién pagaba si no era un evento del PRI?, ¿de donde salía tanto dinero para sostener movimientos “disidentes”?
Poco a poco, la verdad se fue develando y en la misma proporción el idealismo congelando, excepto para los mediocres o limitados, en suma los vividores. Esa historia también debe escribirse, es otro ángulo que por señalarlo no somos menos interesados por el otro, ni nos hemos convertido en capitalistas extremos ni conservadores irredentos. Aun cuando muchos de los estudiantes de esa generación fueron favorecidos con becas y sobre todo acceso a las modificaciones legislativas en las que se les abrieron espacios, la equidad no llegó. Muchos de los beneficiados dejaron de lado los ideales y se convirtieron en junior de la lucha, sin más interés que el poder por el poder mismo.
Hoy a 50 años un buen número de los protagonistas ya no habitan el planeta, los que al final de la década de los sesenta terminamos solo como testigos vamos ya en la ruta de la última milla y con honestidad NO deseamos llevarnos solo para nosotros todo lo que vimos, aprendimos, nos enorgullecimos y en algunos casos nos avergonzamos.
Pero lo que hay son preguntas: ¿De verdad tres presidentes mexicanos fueron empleados de la CIA? ¿Cuánto ganaban por esa chamba, a quien le reportaban, se sabe quienes eran sus superiores? ¿Cuantos de los compañeros con los que hablábamos todos los días sí recibían dinero, becas o viajes por conducto del “señor X” de la embajada americana? ¿Sabe de otros que acudían a las oficinas del Consejo Nacional de Turismo por su mesada? Los eternos diputados que iniciaron su carrera como líderes estudiantiles, ¿se acercaban a la secretaria particular de la secretaria de la presidencia o a comunicación social con Don Pancho Galindo Ochoa? Y lo que es más ¿Sabía el rector Barros Sierra de la nómina de “porros” que recibían su sobre en la oficina de relaciones públicas y prensa de la UNAM?
Cincuenta años es suficiente para continuar con el repetitivo discurso que conocemos y que se fragua partir de tragedias como la de los 43 muchachos “desparecidos” de Iguala. Una persona –física o moral- afectada en su percepción o conciencia de las cosas, empieza a sanar a partir de la aceptación de la verdad, ojala que en este 2018, haya quien se atreva a expiar sus pecados confesando lo que hizo y lo que sabe.
[1] Detalles biográficos que serán ampliados en la novela “La cuna”
[2] Era una de las tantas oficinas que repartían dinero a manos llenas a “lideres universitarios” para promover o espiar las escaramuzas estudiantiles
[3] Invitado por mi grupo cultura Alfa, al anfiteatro Simón Bolívar, cuando en 1964, cursaba la preparatoria en San Ildefonso.