Por Hugo Rangel Vargas

Desde 2012, se promulgó la Ley General de Contabilidad Gubernamental que facultaba al Consejo Nacional de Armonización Contable para la creación de sistemas de medición del desempeño de las entidades públicas y contemplaba la obligatoriedad de los mismos, dentro de los cuales se encuentra el Presupuesto Basado en Resultados. Esta ley contenía, en sus artículos transitorios, periodos relativamente flexibles para que los distintos ordenes de gobierno se adaptaran a la nueva normatividad presupuestal. No ocurrió así.

Y es que detrás del concepto del presupuesto basado en resultados se encuentra la idea de medir el impacto de los gastos de cualquier organización, tarea poco acostumbrada en las actividades públicas. Por ello es que para su puesta en marcha se requiere de la formulación de un presupuesto base cero, esto es la formulación de estimaciones de gasto, que pongan por delante objetivos en orden de importancia, mediante análisis de costo – beneficio de forma objetiva, eliminando comportamientos inerciales.

El presupuesto base cero fue implementado por la compañía Texas Instruments en 1968 en una coyuntura en la que se requería reducciones presupuestales, por lo que la central de la empresa estadounidense pidió a sus gerentes repensar el presupuesto anual especificando, lo que se eliminaría si se redujese en 10 por ciento el gasto de la empresa; algo parecido a lo que ocurre ahora con la austeridad republicana que vive el país.

Al calor de las campañas electorales del año que esta concluyendo, y ante las inercias que prevalecían en el gasto público en México, muy a pesar de que la Ley de Contabilidad debió ser un instrumento que obligara a cambiar esta situación; el Consejo Coordinador Empresarial dio a conocer un documento denominado “Mis Propuestas para México”, en el cual tres de sus planteamientos se encontraban en sintonía con los conceptos del presupuesto base cero y basado en resultados de la ley mencionada.

Así, el organismo empresarial pedía a los candidatos presidenciales, en caso de que fueran electos: evaluar el impacto de los programas sociales y eliminar aquellos que no funcionan o están duplicados, identificar aquellas partidas de gasto operativo que puedan resultar excesivas o superfluas, revisar el impacto del ramo 23 para eliminar fondos discrecionales y duplicados y reasignar recursos a proyectos con impacto probado, entre otros.

La hora del presupuesto base cero llegó y el gobierno de Andrés Manuel López Obrador se trazó estos mismos tres objetivos en la construcción del Presupuesto de Egresos de la Federación: reducir el gasto en servicios personales, reducción de fondos y fideicomisos del ramo 23 y evaluación del desempeño de 156 programas presupuestarios en el ámbito social.

Los focos rojos se encendieron de inmediato para muchos que exigían canalizar mayores recursos a las partidas inerciales de años anteriores. Estas voces reclamaban, por ejemplo, la no cancelación de los presupuestos a entidades como Diconsa o Liconsa o a programas como Comedores Comunitarios o el Programa de Empleo Temporal. Sin embargo, estas voces parecen reclamar irreflexivamente la continuidad de programas o presupuestos que han demostrado tener impactos limitados, despues de mas de treinta años de continuidad de las políticas sociales y sin que estas consigan reducciones importantes de la pobreza y la marginación.

En el caso del ramo 23, los alcaldes y algunos diputados federales reclamaban la persistencia de la dinámica de asignación de recursos que operaba en ejercicios fiscales anteriores y mediante la cual la cámara baja y los propios legisladores asignaban a discreción partidas a obras específicas, ello en detrimento del impacto, la calidad y la transparencia de las mismas.

Estamos pues ante un verdadero rediseño conceptual y presupuestal de la administración pública. Su orientación parece regirse por los principios básicos de la eficiencia y la entrega de resultados. Las resistencias están a la vista, pero esta primera prueba ha sido superada con éxito.

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