Por Hugo Rangel Vargas
Ha causado extrañeza y ha roto todo protocolo, la petición del presidente Andrés Manuel López Obrador a la corona española y al mismísimo papa para que se disculpen con los pueblos originarios del país a razón de los excesos cometidos por los soldados ibéricos y por la iglesia católica durante la conquista hace 500 años. Esta petición, como ya es sabido, se hace en el marco de las conmemoraciones que se tendrán en el año 2021 del quinto centenario de la caída de la ciudad de México – Tenochtitlan.
Pero la mayor extrañeza deriva de las reacciones que esto ha provocado en la opinión pública, tanto en México como en España. Aquí, en nuestro territorio, la declaración de López Obrador ha desnudado a la exquisita oposición que tan pronto declara algo el presidente, se lanza a descalificarlo con toda serie de argumentos. En esta ocasión, los detractores del tabasqueño se pusieron del lado de quienes apuestan al olvido como modus operandi y han dicho, entre otras cosas, que lo ocurrido durante la conquista está superado por el solo correr del tiempo.
En España, el mandatario mexicano fue descalificado incluso con insultos. Allá, en la llamada “madre patria”, la conquista es vista como una hazaña de valerosos, como un acto civilizatorio; en el que sus muertos y sus males eran necesarios e inevitables, pero que traían la recompensa el abandono del estado de “barbarie” en el que vivían los nativos americanos. Para la política oficial española, el imperio colonial es un motivo retórico de nostalgia.
En medio de la discusión están, sin embargo, dos valores poco apreciados en la cultura política: el perdón y la dignidad. El primero es un acto imposible, políticamente incorrecto, frustrante para quien se dedica a la vida pública. En México, un “político nunca se equivoca”, “no debe pedir perdón” y más bien debe recurrir a la búsqueda de toda serie de argumentos para justificar sus yerros. Pedir ser perdonado desde la esfera pública, resta pues seriedad y dignidad a quien lo hace.
La defensa de la dignidad es un recurso que también es poco valorado. Somete a quien lo exige a un desgaste poco rentable políticamente, puesto que genera la enemistad de a quien se le demanda dignidad y la lealtad de quien es defendido suele ser frágil. Defender la dignidad no es un “buen negocio” en la política.
Pese a ello, el perdón engrandece a quien lo pide y defender la dignidad es un acto heroico. Ambos son, sin embargo, ejercicios que solo se pueden apreciar a la luz del paso de la historia y casi nunca en la inmediatez del suceso. Por ello es que el poderoso llamado de López Obrador ofreció a la corona española y a la iglesia una mano para engrandecerse frente al pueblo de México, y a este último, le levantó la cara para reconciliarse con su pasado y reconocerse en la dignidad de los pueblos originarios.
No fue fácil, ni políticamente correcto; irrumpió las formalidades diplomáticas, pero la petición de López Obrador puede ser el inicio de la etapa madura de la vida de nuestra patria. Sin tabúes, ni tapujos, sin lugares escondidos en la Historia, sin urgencias que nos obliguen a seguir echando bajo la alfombra a los cadáveres del pasado; nuestra sociedad debe abrirse el paso al futuro con la cara en alto, con la dignidad de quien supo perdonar y pedir perdón. A ello también tenemos derecho.
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