LA COSTUMBRE DEL PODER: ¿Quiénes son los victimarios de Abner, autoridades del Williams o sus padres?

Por Gregorio Ortega Molina

*En esta pérdida irreparable hay más preguntas que respuestas; encontrar la verdad de esa muerte es más una intuición que una certeza resultante de la investigación pericial, porque la actitud de los padres de Abner, y de otros progenitores de alumnos de esa escuela, estuvo por demás fuera de toda proporción, porque es muy posible que de inmediato se percataran de su enorme, tremenda y riesgosa responsabilidad, al permitir que su hijo, con esa enfermedad, nadara con temperaturas matutinas oscilantes entre 12 y 15 grados centígrados, en agua más fría que tibia

Considero que siempre, sí, siempre, la muerte crea un vacío que con nadie ni nada puede llenarse. Si de enemigos se trata, deja de existir el blanco de odios, rencores, envidias. Si el que fallece es un familiar, un ser querido, el hueco empieza a dar cuenta de los vivos que quedaron detrás, los pudre de a poco.

Pero lo que carece de adjetivo -lo leí en un texto de El País semanal hará 20 años al menos- es la pérdida de un hijo. Hay viudos y viudas, huérfanos, y la razón ni el lenguaje alcanzan para nombrar a quienes pierden un hijo, o varios, o todos. Equivale a la evocación de Caín asestando el golpe final a Abel… verlo en cámara lenta, al dormir y al despertar; o al hecho de obligar a Isaac a cargar con la leña del holocausto, sin decirle que él es la ofrenda; o el redimensionado sacrificio de Cristo, el hijo de Dios, con cada celebración eclesiástica. Este es mi cuerpo…, esta es mi sangre.

¿Se conoce, en su totalidad, la autopsia practicada a Abner? ¿Se consideró que el niño padecía de una cardiopatía? ¿Pudo sumergirse y ahogarse por un paro cardiaco? Si los padres tenían conocimiento de su enfermedad, ¿fue prudente autorizarlo a tomar natación? ¿Alguien ha desmentido lo del padecimiento del niño? ¿Lo enviaron a sabiendas para convertirlo en hombrecito, como dicen los muy machos?

Culpan, sin más, a los directivos de la escuela y, en lo personal, a los maestros responsables del cuidado de los alumnos en la alberca. Desconozco los entresijos del derecho penal, y me pregunto si en realidad existe el dolo eventual para calificar un homicidio, y si ese dolo eventual no corresponde asumirlo a los progenitores que, en plena conciencia de la cardiopatía de su hijo, vieron como normal que nadara. ¿Estaba caliente, o al menos tibia el agua de la alberca? ¿Pudo la temperatura del agua provocarle un paro cardio respiratorio?

En esta muerte, en esta pérdida irreparable, hay más preguntas que respuestas, y encontrar la verdad de esa tragedia es más una intuición que una certeza resultante de la investigación pericial, porque la actitud de los padres de Abner, y de otros progenitores de alumnos de esa escuela, fue por demás fuera de toda proporción, porque es muy posible que de inmediato se percataran de su enorme, tremenda y riesgosa responsabilidad, al permitir que su hijo, con esa enfermedad, nadara con temperaturas matutinas oscilantes entre 12 y 15 grados centígrados, en agua más fría que tibia.