Por Julio Santoyo Guerrero

La administración de los recursos hídricos ha sido hasta ahora decidida a favor de unos pocos, al margen de criterios de sustentabilidad, vulnerando la vida natural y pasando por encima de los derechos humanos de la sociedad. Atrás de todo esto hay una historia de impunidad y privilegios para poderes económicos bien identificados.
Por esta razón es que son caóticos, desordenados y al margen de la ley la mayoría de los aprovechamientos de agua en Michoacán. En este ámbito tan sensible y crucial para la gobernabilidad priva la ley de la selva, la ley del más fuerte, la del poder económico y político.
La incapacidad, calculada o no, de las instituciones competentes ha generado un desequilibrio ecológico de consecuencias ya irreversibles que pueden observarse por todo el paisaje. Lo plasmado en la Ley de Aguas Nacionales es, ni duda cabe, letra muerta.
La aparición recurrente de conflictos sociales que tienen como motivación el acceso, la protección, el control, el saneamiento y la distribución de aguas superficiales y profundas, tiende a expresarse al paso del tiempo con tonos más enérgicos que fracturan la confianza entre sociedad y gobierno, que es incapaces de frenar, corregir y ordenar. Y, sin embargo, parece no importarles.
El origen del caos, del desorden y la ilegalidad está en la ausencia de rectoría de las instituciones que tienen como deber, hacer valer la ley. El abandono institucional ha sido suplido por poderes facticos localizados que imponen su voluntad como única ley, aplastando el interés legítimo de todos los demás.
La soberanía sobre las aguas nacionales está perdida en Michoacán. Quienes la ejercen en verdad, aguacateros, cultivadores de frutillas y mineras, han construido redes eficientes para asegurarse el control de ellas, blindándose así ante una legislación agónica a la que le han extirpado los dientes y le han amputado las manos.
La normalización de esta entrega de facto se ha construido a través de distintas vías legitimadoras como lo son, la del desarrollo económico que justifica el hecho como un medio para lograr el crecimiento de la economía estatal, la creación de empleos y el abandono de la pobreza; la ideológica, que aferrándose a la idea del progreso reconoce en dichas actividades el camino para construir un modelo que finque el futuro; y, la de la resignación, que reconoce como un imposible dar marcha atrás a este modelo de aprovechamiento de aguas pues ?se advierte? significaría el colapso de actividades agrícolas y mineras.
Hasta ahora ha dominado un presentismo económico, ideológico y legal, que coloca en un pedestal los rendimientos económicos sin más mientras se ocultan los datos críticos sobre la pérdida de zonas de recarga hídrica, manantiales, cambio de uso de suelo o pérdida de biodiversidad, es decir, mientras se cierran los ojos al futuro que se construye con lo que hemos ocultado durante décadas.
Si desde que inició el boom aguacatero en los 1990 se permitieron prácticas ilegales en los usos de agua y se han consentido a lo largo de 30 años, el hecho no es casual. Desde entonces se tomó la decisión, y se convalida en el presente, de permitir un desarrollo agresivo, feroz, enemigo de la sustentabilidad y adverso por ello al interés humano.
Más de 30 mil hoyas construidas en el estado para hidratar a las plantaciones aguacateras y ahora a los cultivos de frutillas no pudieron hacerse en tantos años sin la mirada esquiva o complaciente de la autoridad. Lo mismo ocurrió con el cambio de uso de suelo que ha alcanzado, según cifras conservadoras más de 150 mil hectáreas en esos 30 años. Es decir, el aparato jurídico e institucional fue allanado para que semejante aberración prosperara. No es casualidad es causalidad.
Es muy significativo que la construcción desbordada de hoyas de captura no se encuentre regulada por la ley federal correspondiente. Desde finales del siglo pasado se construyen con el mismo furor con el que se hace cambio de uso de suelo y sin embargo esa figura no está identificada en la Ley de Aguas Nacionales. Está en un limbo ventajoso para pocos con poder y desventajoso para el resto y para los ecosistemas.
Más aún, a la fecha no existe ninguna iniciativa de legislación federal que esté en curso de ser aprobada y mediante la cual se norme la autorización, construcción y funcionamiento de tales hoyas. Mientras tanto la soberanía del Estado sobre las aguas se viene achicando y el control de pocos particulares crece imparable.
El régimen real de control de aguas en Michoacán es contrario al artículo 4 de la Constitución, en el que se reconoce como derecho humano el acceso al agua, y contrario también a principios centrales que sustentan a la actual Ley de Aguas Nacionales, a saber que “el agua es un bien de dominio público federal, vital, vulnerable y finito, con valor social, económico y ambiental”, o bien, que “la conservación, preservación, protección y restauración del agua en cantidad y calidad es asunto de seguridad nacional”.
Hay preguntas que debemos hacernos ¿hasta cuándo se seguirá tolerando la usurpación de la soberanía sobre las aguas? ¿Por qué no se hace nada para aprobar una legislación que frene la apropiación abusiva y ecocida de aguas? ¿Por qué los legisladores guardan silencio en este tema? ¿Será como se dice que muchos políticos tienen huertas con sus hoyas que protegerán impidiendo que una legislación semejante se apruebe?
¡Los hechos hablarán!