Por Hugo Rangel Vargas
Recorremos estos tiempos como viajeros que al asomarse a la escotilla del vehículo en el que transitan, contemplan la vorágine transformadora que sucede en el entorno. El solo hecho de pasar por la vida nos somete a vicisitudes, pero el que el entorno sufra una metamorfosis tan acelerada; nos expone a la incertidumbre perpetua.
Ignoramos nuestro fin, desconocemos a donde nos lleve el trayecto, o si éste tiene un destino. No es que se reniegue del cambio, ni tampoco que se le quiera cerrar la puerta al progreso; pero es entendible que la lógica más básica de la sobrevivencia nos lleva a aferrarnos a anclas mínimas, un básico piso firme, o al menos, una racionalidad primera que nos ayude a dar congruencia a los saltos de la realidad.
Como barco que encuentra un remanso después de la intempestiva tormenta, el entorno parecía estacionarse un par de días en esas razones elementales que darían luz sobre el sentido de las perturbaciones agolpadas del entorno. Me encontraba en una cápsula cuyo ambiente restregaba a mis sentidos, sombras que cobraban claridad y sonidos que adquirían nitidez al paso de las horas.
Aferrada al vértigo, mi conciencia miope no acataba a ver la paz inmensa que se me estaba otorgando al menos por un par de días. “Todo se movió y es mejor quedarse quieto”, dice la letra de una gigante canción de Gustavo Cerati, en la que se asoman las puntuales recomendaciones de un hombre sometido al vértigo eterno de la razón inundada de sentidos.
Resistir con principios, aferrarse a la felicidad, defender el amor, abrazarse a la solidaridad, cerrar puertas y ventanas, negarse a abrirlas a las tentaciones, oponerse a la falsedad; bien podrían resultar los hechizos precisos contra los proxenetas del cambio mentiroso. Y es que el movimiento nos puede impedir distinguir entre fantasmas y entes.
Dos días, 48 horas, 58 kilómetros de trayecto, la colonial arquitectura patzcuarense, los miles de viajeros que atiborraban las plazas, las sonrisas y el asombro de los niños mirando globos elevándose al cielo: el tiempo no se movió y sólo sabía lo que ya sabía, únicamente me reconocía en otro, me entendía entre el dorado y el carmesí, entre la lucha contra lo que dejará de ser y el asombro por lo que vendrá, entre lo que aún no muere y lo que todavía no nace.
Oponerse a lo que ya no existe sería un esfuerzo desperdiciado, mejor será modelar y modelarse a lo que viene del parto en ciernes. Aquí sigo, con
emplando las cicatrices del pasado y viendo los rostros que dibujan sonrisas por la conquista alcanzada. Aquí sigo, viendo cómo se rehacen banderas para llevarlas al desfile de la victoria de la historia. Aquí me quedo, buscando las nuevas ropas para salir al festín, pero albergando en mi corazón el amor que me llevo a reencontrarme con lo que sigo siendo, aun cuando el entorno haya cambiado. Aquí sigo, soy el mismo soldado que ofreció sus armas a esta conquista y que abrió su alma al aliento de un nuevo tiempo.
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