Por Hugo Rangel Vargas
Se cumplirán nueve meses desde que Andrés Manuel López Obrador tomó protesta como presidente de México. Por el lado que se le quiera ver, y aun siendo el detractor más recalcitrante del tabasqueño, debe reconocerse que este hecho es histórico para la vida pública y que la profundidad de los cambios que logre el actual gobierno, así como sus efectos, marcarán el sentido de cómo será recordada la llamada Cuarta Transformación y ello determinará la posible continuidad de las fuerzas progresistas al frente de los destinos del país, más allá del sexenio lopezobradorista.
Dos constantes han marcado estos nueve meses del actual gobierno: la primera es un elevadísimo nivel de aprobación que mantiene a López Obrador con una aceptación que supera el 60 por ciento de los mexicanos y la segunda es un permanente asedio retórico de la oposición, la cual invoca toda clase de demonios y calamidades a cada paso o medida que toma la administración en curso.
Los detractores del gobierno no se han detenido en proclamar el fin del país desde el 2 de julio de 2018 y su postura se ha radicalizado al punto de llegar a la exquisita meticulosidad de revisar al dedillo todas las aristas de las determinaciones que se toman, sean estas las mas radicales o las más elementales y cotidianas.
La crisis económica y el hundimiento de la actividad productiva del país llegaría, a decir de los opositores, después de la cancelación del aeropuerto, cuando esto no ocurrió; el nuevo jinete del apocalipsis llegaría montado del cierre de los ductos de gasolina y de la “parálisis económica” que estaba provocando la estrategia de combate al huachicoleo. Tampoco vino la catástrofe y esta volvió a ser invocada con la amenaza de Trump de aranceles a los productos mexicanos, y más recientemente, con la renegociación de los contratos de los gasoductos que abastecen de combustible a la CFE.
El autoritarismo y la dictadura son también demonios recurrentemente invocados por la arrogante oposición. La consulta ciudadana sobre el aeropuerto y los ejercicios a mano alzada en las plazas, la relación del actual gobierno con “grupos radicales” como la CNTE, la llamada Ley Bonilla y el nombramiento de los llamados superdelegados; han sido magnificadas al punto de que Marko Cortes demandó la intervención de la OEA y no ha sido suficiente siquiera, que López Obrador firmase ante notario público el compromiso de no reelegirse.
En medio de este ambiente “infumable”, de esta permanente convocatoria a la bilis y de la constante búsqueda del prietito en el arroz por parte de los opositores; se ha criticado el acuerdo que permitió impedir la imposición de aranceles de parte del gobierno norteamericano, pero seguro es que los detractores por consigna también habrían cuestionado cualquier otra determinación; se ha acusado “persecución política” en contra de Rosario Robles, pero seguro es que hubieran condenado la inacción del gobierno si es que hoy no hubiera consignados por los múltiples casos de corrupción de administraciones anteriores.
Nueve meses de la actual administración y el apocalipsis aún no llega, el infierno aún no se instala en el país y la calamidad no se materializa. Todo ello actúa en contra de la confianza hacia los profetas de estos desastres.
López Obrador esta consciente de los grandes saldos pendientes del país: crecimiento económico y seguridad; y es previsible que el presidente los reconozca en el marco de su primer informe, tal y como ya lo ha hecho. Las medidas adoptadas por su gobierno en estos rubros aun no terminan de asentarse y sus efectos se dejarán sentir con el rezago razonable de una sociedad que llevaba años padeciendo el desdén de sus gobernantes.
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