Hugo Rangel Vargas

Morelia, Mich.- Aquellos proyectores de nuestro narcisismo habían dejado de responder las preguntas que alimentan ese embriagante sentimiento de satisfacción personalísima. Los espejos habían decidido rebelarse en contra de nosotros y mostrarnos ahora el rostro de una máquina, el retrato pálido de un apéndice paralizado ante la disfuncionalidad del enorme aparato al que está conectado.

En la era moderna, las horas nunca fueron tan largas, ni la espera provocó tanta ansiedad como aquella en la que la ausencia de selfis, de posts, de historias y de reacciones placenteras; nos arrebataron la estabilidad de nuestro statu quo, construido con el esfuerzo cotidiano de sacrificar pedazos de nuestra privacidad.

La caída global de Facebook, WhatsApp e Instagram por casi siete horas el pasado 4 de octubre, ha quitado el filtro que se colocaba sobre el reflector que proyectaba una imagen de autosatisfacción personal, para mostrarnos como seres débiles y altamente dependientes de estas herramientas, mismas que han restado consistencia a nuestra capacidad de discernimiento.

Si ya sospechábamos, superficialmente o con relativas certezas, sobre el grado de penetración que tienen las redes sociales en nuestra cotidianidad; lo ocurrido hace unos días ha encendido alertas rojas en múltiples semáforos de la vida social y económica del mundo.

Las debilidades derivadas de esta dependencia, acicateada por el sentimiento de la autorrealización personal que alimenta el modelo consumista del capitalismo posmoderno, se exponen de forma aguda en cada colapso de la arquitectura tecnológica en la que se cimenta este.

Parafraseando a Jonathan Franzen el costo de “sustituir un mundo natural, indiferente a nuestros deseos, por otro tan receptivo a nuestros deseos que llega a ser, de hecho, una simple prolongación del yo”, aún no se conoce a cabalidad.

Los algoritmos de manejo y uso de nuestra información personal (aquella que proporcionamos con consentimiento y aquella que entregamos involuntariamente) y la falta de transparencia con la que se define lo que se nos muestra en la pantalla de nuestros dispositivos conectados a la red; son apenas la punta del iceberg del conjunto de amenazas que hasta el momento suponemos que han sido moderadas por la autorregulación de las propias compañías tecnológicas.

Mark Zuckerberg y su imperio tecnológico es la apoteosis del capitalismo del conocimiento, el modelo de emprendedor schumpeteriano digno de ser ensalzado. Los espejos que ha repartido por el mundo entero, colocándolos en las manos de tres mil millones de seres humanos, enlazando sus emociones, sin los riesgos de las relaciones interpersonales, proyectan luminosidad cuando los ponemos frente a nuestros egos. Sin embargo, estos destellos tienen la contraparte en la oscura relación de subordinación que se ha forjado hacia ellos, misma que se hace franca cuando los espejos fallan.