Desde hace tres décadas, y después de la caída del muro de Berlín y del fin de la llamada Guerra Fría, se instaló en el mundo entero un paradigma hegemónico en la forma en como se concebía a la economía y su relación con otras esferas de la actividad humana. El llamado neoliberalismo logró penetrar con sus conceptos y lógicas a la mayor parte de los estados – nación, redefiniéndolos y acotando su ámbito de acción.
Los antivalores del modelo neoliberal tuvieron en Ronald Reagan y en Margaret Thatcher a dos paladines al frente de los destinos de dos de las potencias más importantes del mundo. En México, el principal impulsor de las reformas de corte estructural que derivaron en la instalación de este modelo fue, sin duda, Carlos Salinas de Gortari.
La elevación de la lógica del mercado al rango de supremacía tuvo que dejar tras de sí a varios cadáveres en el país y el primero de ellos fue el estado benefactor. Para los teóricos de este sistema, nuestro país al igual que los otros países subdesarrollados, padecían de un excesivo aparato burocrático y la incidencia del estado en la economía estaba sobrada, por lo que habría que reducir la participación del gobierno en términos de su gasto, de su regulación a las actividades productivas y a los mercados, así como privatizar las empresas nacionales.
Para pronto los gobiernos neoliberales aperturaron la economía nacional al comercio exterior y en pocos años México se convirtió en uno de los países con más acuerdos comerciales en el mundo; se privatizaron las empresas nacionales y de 1155 empresas propiedad del estado que había en 1982, se pasó a 239 en 1992; las estrategias de combate a la pobreza de carácter universal dejaron su lugar a los llamados programas focalizados los cuales han tenido resultados raquíticos, muy a pesar de la cantidad millonaria de recursos que se les destinaban durante los gobiernos neoliberales.
Desde la entronización del modelo neoliberal, la oposición al mismo se ha dado desde varios frentes: el cuestionamiento teórico de sus postulados y de sus resultados mismo que se ha generado desde la comunidad académica y científica; la lucha social de diversos grupos o bolsas de resistencia que van desde ambientalistas, indígenas, obreros, productores rurales, mujeres, etcétera; y por supuesto, en el terreno electoral en el que los partidos de izquierda, a veces pulverizados o aglutinados, presentaban cara en contra de los partidos de derecha que defendían, en el parlamento y en el ejecutivo, la agenda de reformas estructurales.
Con la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia de México, la agenda de prioridades para el país ha tenido un vuelco importante y se ha colocado en el centro de la misma a una de las perversiones que ha traído consigo la versión mexicana del neoliberalismo: la corrupción de las instituciones y de la vida pública. El “capitalismo de cuates y compadres” generó jugosos negocios al amparo del poder público: rescates bancarios y de carreteras, venta de empresas estatales a precios irrisorios, uso de influencias e información para favorecer licitaciones de compras o de adjudicación de obra pública; son algunas estampas que ofreció en México la tropicalización del neoliberalismo.
En el marco de la presentación de los ejes con los que se construye el Plan Nacional de Desarrollo 2018 – 2024, López Obrador anunció el “fin del neoliberalismo” y nada suena tan ambicioso como esto. Ambicioso porque la cantidad de reformas que tendrían que hacerse para revertir las que se realizaron durante tres décadas parece imposible en este sexenio y porque el daño provocado a la planta productiva nacional, al medio ambiente, a la cohesión social de los mexicanos y a la soberanía del país, es colosal. Ambicioso pero anhelado.
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