Gregorio Ortega Molina 17 de junio de 2021

* Los políticos de hoy y los que los antecedieron desde 1988 deben saldar cuentas con la sociedad, ¿seremos capaces de cobrarles para evitar hundirnos en la simulación?

¿Era Charlie Chaplin un actor, un simulador? No, basta con pasar revista a sus caracterizaciones más recordadas, para reconocer que su función fue denunciar, lo mismo al gran dictador que a esos oscuros millonarios sin corazón.

¿Debe un político ser un simulador? Todos lo son, lo mismo los gobernantes que los aspirantes al poder. La excepción son los que alcanzan el nivel de estadistas. Son pocos: Golda Meier, Angela Merkel, Benazir Bhutto, Winston Churchill, Charles de Gaulle, Napoleón, Julio César, Georges Washington… desafortunadamente ningún mexicano.

El postulante mexicano que desea fama, muy distinta del éxito, debe ser un experto en simulación, de otra manera le resulta difícil, si no imposible, lograr poder… y fortuna. Pronto lo percibieron los novelistas de la Revolución. Dos de ellos de manera magistral: Mariano Azuela y Martín Luis Guzmán, aunque Helena Garro -en Los recuerdos del porvenir– se lleva las palmas. El triunfo resultó un espejismo en el que el general Francisco Rosas es el maestro de ceremonias.

Vida real y literatura van de la mano en estos temas políticos y del gobierno de los hombres. La excelsitud simuladora de Plutarco Elías Calles es fielmente trasuntada a las páginas de La sombra del caudillo. Para nuestro infortunio carecemos de literatos contemporáneos que nos recreen lo ocurrido en los últimos 75 años. La simulación política también destruye creatividad e ingenio al escudarse en los intelectuales orgánicos.

México está ahogado en la horrorosa medianía cultural y creadora de sus mejores mujeres y hombres. ¿Cómo estará la cosa que Rosario Robles adquiere estatura nada más por resistir el abuso de poder que se ejerce en su contra? ¿Y qué pensar de Elba Esther Gordillo, enaltecida por su fortuna? En Televisa nadie alcanza la estatura de Emilio Azcárraga Milmo. No se diga en las páginas escritas y en la dirección de los medios impresos.

La cabeza del gobierno es cometa… la cauda de lambiscones que lo alaba o le sirve, lo hace por lo que se lleva entre las manos y para cuidar los años de sequía, porque el ejercicio del poder se angosta y, como lo advirtió bien Diego Valadés, la anomia llama a la puerta, con el riesgo de que, si no se encausa su entrada, destruya todo a su paso, lo que fue útil y hoy dejó de servir.

Es momento de recordar completa la frase de José Millán Astray: viva la muerte… muera la inteligencia, y entonces nos daremos cuenta de que lo que nos espera dista mucho de ser un día de campo de tres años, si es que las modificaciones a la Constitución no sientan las bases de una prolongada imitación del caudillo, bajo la que morirá la inteligencia antes de gritar ¡viva la muerte!

Los políticos de hoy y los que los antecedieron desde 1988 deben saldar cuentas con la sociedad, ¿seremos capaces de cobrarles para evitar hundirnos en la simulación?

Por lo pronto y para aclarar paradas, sobre todo si es cierto que AMLO es tan cristiano como lo afirma, compartamos con los lectores algunos de los Proverbios: “Hay seis cosas que detesta el Señor, y siete que son para él una abominación: los ojos altaneros, la lengua mentirosa y las manos que derraman sangre inocente; el corazón que trama proyectos malignos, los pies rápidos para correr hacia el mal, el falso testigo que profiere mentiras, y el que siembra discordias entre hermanos”.

Es así que nos llevan a la muerte en vida.

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