Por Jacobo Díaz Ortega

Lázaro Cárdenas, Michoacán, 9 de febrero del 2022.- Cuando el sociólogo norteamericano Daniel Bell publicó “El fin de las Ideologías” en 1960, cuyo ensayo recibió por razones obvias el impulso propagandístico de las grandes élites de la oligarquía mundial, que por aquellas fechas se enfrentaban al floreciente avance de los proyectos progresistas en el mundo y en particular a la liberación de Cuba en el mismo patio trasero de los Estados Unidos, todavía los medios masivos de comunicación orientaban sus contenidos a la promoción del consumo en la mayoría de sus espacios, mucho antes del diseño subliminal de una programación dolosamente encaminada al alienamiento de las conciencias, cuya cruzada toma vuelo después de la caída del bloque soviético.

Este sigiloso y siniestro cálculo refuerza primero la vieja patraña del supremacismo blanco de los conquistadores europeos con el racismo trasnochado que está implícito en las novelas televisivas, en el cine y en la moda y agarra impulso al amparo de los avances tecnológicos, más globales y penetrantes que sus antecesores (la prensa y la radio), para estructurar un mensaje que privilegia al individuo por encima de la masa; que fortalece el ego personal como divisa para enfrentar el presente, es decir, la inmediatez como recurso moral para satisfacer los institutos primarios más allá de lo que depare el futuro; que asume la ambición desmedida por acumular bienes con el dios del dinero como guía, en calidad de virtud, aun cuando atropella derechos colectivos; que la tabla de valores que cohesionó a la familia durante siglos sea sustituida por el interés personal y que en suma, se erija como el centro de un proceso “modernizador” que incluso reedifica sobre los cimientos de la vieja moralidad un nuevo modelo de conducta en el que el “yo” sustituye al “nosotros” y “lo mío” desplaza a la solidaridad y al humanismo, aún vigentes en los sectores populares. Con esta estrategia, los grandes medios al servicio de los monopolios mundiales en esta etapa del internet y las redes sociales no solo apuntalan el orden social, ni solamente funcionan como catalizadores para mantener las relaciones de dominación; son esencialmente los creadores de la nueva conciencia individualista sobre cuyo proyecto se erige la falsa fachada que enturbia a la realidad.

Con la desaparición de los equilibrios y los contrapesos que por razón natural viene aparejada con la caída del muro de Berlín se instala en el mundo y especialmente en México, ya sin oposición, el modelo económico neoclásico y bajo su influjo comienza a mediados de los años ochenta del siglo pasado el remate del país con el que los fundamentalistas del libre mercado asumen que nuestra riqueza les pertenece y se apropian primero del gobierno con Miguel de la Madrid y Salinas de Gortari para que les regale todo: minas, industrias, telecomunicaciones, navieras e inician la ofensiva propagandística para privatizar Pemex y la CFE, pivotes del crecimiento durante los 50 años anteriores, pero no lo logran del todo porque sienten el simbolismo nacionalista que las precede, en tanto los medios masivos de comunicación, apéndices del mismo modelo económico, atienden la encomienda de institucionalizar los nuevos valores, esos que hacen del ser humano, además de un consumidor compulsivo, una marioneta que ríe, llora, se enoja, camina, se pinta, obedece y vota por quien le dictan los oligopolios. Y en ese largo periodo que se inicia con la conclusión del sexenio del “último presidente surgido de la revolución”, José López Portillo, hasta la caída del régimen neoliberal, la debacle del campo, el deterioro de los ecosistemas, el nulo crecimiento económico que trae consigo un aumento sustancial de la pobreza y la acumulación de la riqueza en solo unas cuantas familias, un mayor vasallaje frente a los gringos al perder sus viejos valores, nuestra política exterior, la deformación y en la pérdida de nuestras culturas, son el saldo más desalentador que haya enfrentado el país en el último siglo, aunque hay un desastre todavía mayor: el alienamiento de las conciencias de gran parte de los mexicanos, consecuencia funesta de tantos años de bombardeo ideológico que logró en gran medida sus propósitos: hacer de cada ciudadano un ser pragmático y codicioso, convenenciero y presuntuoso, abúlico frente a las necesidades sociales e interesado solo en la satisfacción de sus requerimientos personales.

Con este aciago panorama, pareciera que el vaticinio de Daniel Bell dio en el clavo, pero solo en el sentido subliminal que tanto gustó a las élites en cuanto a que al final de cuentas solo prevaleció en apariencia la ideología del retroceso y la explotación, muy propias de la etapa del capitalismo salvaje de hace más de dos siglos y su reedición en el neoliberalismo, que tiene en la globalización el recurso propagandístico idóneo para esbozar la narrativa del ciudadano promedio que se comporta tal como lo dictan los medios, primero como un abnegado consumidor y luego como obediente feligrés del egoísmo. Es natural entonces que de esa masa desorganizada y amorfa, en el marco de una democracia acotada y dirigida, surjan individuos “modelo” que reproducirán en los cargos de gobierno toda la deformación acumulada de lo que en teoría debiera ser un servidor público, pero reducida ahora a una grotesca caricatura.
La insensibilidad, el cinismo, la soberbia, la deshumanización y frecuentemente la ignorancia son distintivos que por lo pronto podemos advertir en las últimas generaciones de representantes populares, especialmente en quienes saltan de una cargo a otro apadrinados por caciques partidarios o encumbrados por las “tribus”, algunas veces recibiendo el beneficio de la novedosa mercadotecnia electoral que ahora resalta los atributos físicos como si fueran un producto comercial, al igual que el discurso simple, sin propuesta y carente de contenido doctrinario, que deriva en una prédica elemental que solo reúna la condición de calar en la masa, tal cual lo sugieren las agencias de publicidad, y esa e justamente la peculiaridad que los uniforma a todos, al margen de que se autodenominen de izquierda o de derecha y por esa característica podría otorgarse la razón en apariencia a Daniel Bell: en la superficie no han diferencia entre unos y otros, pero en la sociedad, en las organizaciones y la academia sí hay significativas fronteras entre los dos polos de la lucha de clases, como podemos distinguirlos por un lado en las cooperativas (la Pascual y la Tradoc, entre las más significativas del país), en los pueblos autónomos como Cherán, en algunos gremios como el electricista, en sindicatos agrícolas como el de San Quintín, Baja California, en los defensores del medio ambiente, en las universidades públicas, etc.

¿Quién podría imaginar en la etapa anterior a la instalación de las políticas de libre mercado que pudiera darse una relación de complicidad entre la primera camada de diputados comunistas con los priístas y panistas en el congreso de la Unión? En aquel tiempo era literalmente imposible, a riesgo de ser juzgados como traidores. Pero ahora, con el evidente deterioro de los principios en las cúpulas dirigentes ¿Quién puede asegurar por ejemplo que en Michoacán se distinguen diferencias entre un gobierno priísta, un perredista y el ahora un morenista, tanto en el ámbito estatal como en sus municipios? ¿Quién apuesta a que en el congreso del estado, que desde hace varias legislaturas ha mostrado su inutilidad y corrupción, hay efectivamente en sus diferentes fracciones signos de diversidad ideológica? El contubernio para medrar con los recursos públicos en el congreso local de Michoacán, de atropellar derechos laborales, de repartirse las carteras de la Secretaría de Administración y Finanzas e incluso los excedentes presupuestales como el botín obtenido por una banda de facinerosos, es ahora práctica común que ya a nadie avergüenza, por lo menos a quienes se atribuyen el calificativo de “políticos”, porque son creaturas de ese modelo pragmático que inoculó a todas las generaciones del periodo neoliberal el virus del individualismo.

Si se hace un balance del rendimiento real de por lo menos las últimas cinco legislaturas seguramente se descubrirá que ninguna tuvo una propuesta de calado transformador, que la práctica parlamentaria se ha ceñido a lo largo de todos estos años a los acuerdos subterráneos en torno a comisiones, a las prerrogativas para los directivos y si acaso hubiese un trabajo de mediana trascendencia lo constituye la elaboración del presupuesto anual, pero es obligatorio y rutinario. Si el poder legislativo estatal es contrapeso de los otros dos y en particular de los excesos del ejecutivo, si debe corregir, actualizar, o proponer nuevas leyes que impulsen el desarrollo o armonicen las relaciones en la sociedad, si encarna en el conjunto de los diputados la opinión, postura y sentimientos de todos los ciudadanos del estado, si gestiona ante otras autoridades beneficios, apoyos y mejoras para sus comunidades, entonces habrá cumplido su función, pero evidentemente los legisladores locales no saben ni siquiera escuchar.

Esa inutilidad de los actuales diputados nos lleva necesariamente a concluir que si en la sociedad hay mujeres y hombres probos, desprendidos y solidarios, con vocación de servicio y responsabilidad social, con una clara visión de lo que necesitamos todos para superar las carencias, necesidades y lograr el ansiado bienestar, entonces nuestra manera de ejercer el voto adolece todavía de graves deficiencias porque no sabemos escoger a los mejores o francamente en Michoacán no hay democracia.