Por: Lilia Cisneros Luján

Llorar amargamente

(vean motivos de lloro, llevó más de un mes sin luz, me la cortaron luego de que en agosto les manifesté que no tengo fondos para pagarles -en una carta abierta a Bartlett- ¡está cortada! y me llega un recibo por casi ¡200 pesos!, su tramposo medidor está muerto, no tengo servicio, me alumbro con lámpara a veces uso una planta de gasolina y sin presumir de muy romántica las velas ¿Verdad que es para llorar?)
28 de octubre 2019

En las últimas dos semanas, más allá del horror de la suma de capturas fallidas, las decenas de muertos y heridos, la frustración por la liberación de quienes seguramente le han robado a alguien a quien conoce y la desesperación porque en el desempleo ninguno de sus emprendimientos parece tener éxito ¿se ha percibido como si con una piedra al cuello se fuera Usted al fondo de un abismo? Sin afán de recetarle un discurso, déjeme recordarle que desde tiempos ancestrales, siempre ha habido alguien con posibilidad de rescatarnos.

En la infancia, tenemos la certeza –salvo lamentables excepciones- de que papá o mamá vendrán a salvarnos; a lo largo de nuestra vida vamos conociendo personajes capaces de sacarnos de abajo de la mesa o detrás del sillón donde nos refugiamos de la angustia, el temor y hasta el cansancio de sentir que nadie tiene la fortaleza para ayudarnos ¿Por qué entonces las cotidianas malas noticias han borrado mis esperanzas? ¿En quien puedo confiar si la constancia de las persecuciones, los secuestros, las guerras, la locura humana, el engaño, la mediocridad, socavan hasta la más fuerte seguridad y grandeza de espíritu?

En la búsqueda de respuestas, seguimos al político que nos ofrece un cambio en cuyo horizonte no habrá corrupción, ni abusos y mucho menos desigualdades; el frenético aplauso por momentos opaca el zumbido de lo que me causa desazón, nos armamos de paciencia “porque hay que darle tiempo al profeta” “pues no es justo pedirle que en menos de un año componga lo que otros destruyeron en décadas” “porque debemos ser pacientes y confiar” aunque mi hijo se haya quedado sin empleo, sin importar que a mis nietos solo los mire en las fotos del whatsapp debido a no tener dinero para pagar un viaje a donde ellos viven, por no haber estrenado unos zapatos desde hace un año y hasta la imposibilidad de atender mis dolencias por falta de dinero.

Por diversas razones aquellos valores que antaño me daban seguridad parecen haberse borrado, con el humor de vidas inocentes cegadas en la frontera turca o en el interior de un antro en los Estados Unidos o cualquier otra parte del mundo. Los preceptos bíblicos que en algún momento de mi vida fueron mi refugio se deslavaron por la noticia de líderes religiosos pederastas, corruptos y sobre todo por aquellos que pervierten lo que yo aprendí a respetar como palabra inspirada, en textos de folletos publicitarios para una democracia engañosa y prostituida.

La perversión de los gobiernos de este moderno siglo XXI, socava la seguridad de niños y jóvenes a los que condena a ser eslavos de modernos grilletes como son el plástico del crédito, la sustancia que adormece y la falaz ilusión de que llevando al máximo los aspectos sensoriales se puede ser feliz; aunque dichas experiencias sean la fuente de enfermedades que los matarán a edad temprana. “mi hijos, mamá ¡que va a ser de mis hijos!” era el clamor de una joven madre de apenas 41 años que agonizaba por el cáncer y las más ingenuas, imaginan que dejando de procrear, la salvación será más próxima para los que ya están y los que vengan en el futuro.

El lloro amargo aumenta cuando todos los que promueven redenciones humanas convierten en moda los credos antiguos politeístas, las “filosofías” de la energía, la certeza de que el alma no moriría pues tiene varias oportunidades de reencarnar y hasta el premio de alcanzar la completa y eterna paz por medio de la meditación, el desprendimiento y la compasión budista de cualquiera de los tipos que se escoja. ¿Todo esto es oscuridad o luz? ¿De verdad la amargura de sentirnos en un callejón sin salida desaparece con el diálogo promovido por tanto farsante de una paz que nunca llega?

En el privilegio de vivir –aun cuando sea por corto tiempo- no existen garantías de que nuestro camino estará exento de dificultades. Cada momento nos enfrenta a sorpresas muchas de ellas demasiado tristes, lo mismo la ausencia de alguien que amamos, que la pérdida de una posesión que nos costó un gran esfuerzo lograr ¿porque nos duele la certeza de no volver a ver a ese hijo, padres o amigo que se ha ido para siempre? ¿Qué caso tiene llorar por un bien que a final de cuentas no llevaremos cuando emprendamos el camino sin retorno? ¿Quién de todos los profetas que ensalza el Corán nos garantiza que podemos vencer al final de nuestra trayectoria? ¿Cuál Dios es mejor, el de los judíos, el católico o el protestante? Pregunta frecuente en esa etapa de la cual casi nadie se escapa sobre todo en la juventud en que se presume de ser ateo.

No cabe duda, este mundo aterra con su maldad, pero quienes nos sabemos hijos de Dios no podemos vivir aterrorizados. Cuando llego a esa línea me edifica leer los Salmos pues muchos de ellos –como el caso del 119- me permiten aferrarme a la esperanza, segura de Dios quien por medio de su hijo Jesús nos habla para recordamos que el es vencedor. No solo de la muerte que con todo y los desfiles culturales y convertidos en Show Business ahí está, sino de cada una de las batallas que nos toca librar en nuestra vida. Esta fe –aun cuando sea motivo de burla de algunos que se sienten superiores- resulta a final del día en antídoto contra la angustia y el desaliento, si importar que la respuesta sea inmediata o debamos esperar quien sabe cuanto. Tener fe en la Palabra que contiene promesas trascendentes nos reviste de fuerza y valor en un Dios que lejos de improvisaciones está intercediendo por nosotros de manera constante aun cuando nuestras propias traiciones –recordar al apóstol y pescador Pedro- y fracasos nos inquieten a tal grado que borren todos los “gracias” que debemos expresar antes de clamar por las muchas peticiones. Dejemos el lloro y agradezcamos que los incendios del mundo –desde California hasta Australia- no nos han alcanzado; demos gracias porque las inundaciones no nos han dejado sin techo; alabemos diariamente porque aun con toda la maldad –la estupidez es una forma de perversión- que crece como yerba mala, podemos indagar que misión nos falta por cumplir antes de recorrer el camino hacia las verdaderas alturas.